"Las palabras que decimos sobre nosotras mismas pueden calar muy hondo en aquellas personas que nos rodean" |
Querida Mamá,
Tenía siete años cuando descubrí que eras gorda, fea y
horrible. Hasta ese momento había pensado que eras preciosa -en todos los
sentidos-. Recuerdo ojear viejos álbumes de fotos y ver imágenes tuyas en la
cubierta de un barco. Tu bañador blanco y sin tirantes parecía tan glamouroso
como el de una estrella de cine. Cada vez que tenía la oportunidad sacaba ese
bañador oculto en tu cajón de abajo e imaginaba un tiempo en el que yo sería lo
suficientemente mayor para llevarlo; en el que sería como tú.
Pero todo eso cambió cuando, una noche, estábamos arregladas
para ir a una fiesta y me dijiste: “Mírate, tan delgada, guapa y encantadora. Y
mírame a mí, vieja, gorda y horrible.“
Al principio no entendí lo que querías decir.
“No estás gorda”, dije seria e inocentemente, y tú
contestaste: “Sí lo estoy, cariño. Siempre he estado gorda; incluso cuando era
una niña.”
En los días que siguieron, tuve unas cuantas revelaciones
dolorosas que han determinado mi vida. Aprendí que:
1. Debes estar gorda, porque las madres no mienten.
2. Ser gorda es ser fea y horrible.
3. Cuando crezca seré como tú, así que seré gorda, fea y
horrible también.
Años más tarde recordé esta conversación y las centenares
que la siguieron, y te maldije por sentirte tan poco atractiva, insegura e
infravalorada. Porque, como mi primer y más importante modelo de conducta, me
enseñaste a pensar lo mismo sobre mí misma.
Con cada mirada a tu reflejo en el espejo, cada nueva dieta
milagrosa que iba a cambiar tu vida y cada culpable cucharada de “Oh, en
realidad no debería, pero…”, aprendí que las mujeres deben estar delgadas para
ser válidas y valoradas. Las chicas deben prescindir de ciertos placeres porque
su mayor contribución al mundo es su belleza física.
Como tú, he pasado toda mi vida sintiéndome gorda. ¿Cuándo
se convirtió “gorda” en un sentimiento, de todos modos? Y porque creía que
estaba gorda, sabía que yo no estaba bien.
Pero ahora que soy mayor y madre, sé que culparte a ti por
el odio a mi cuerpo es inútil e injusto. Ahora entiendo que tú también eres
producto de un largo y rico linaje de mujeres que fueron educadas para odiarse
a sí mismas.
Mira el ejemplo que la abuela fue para ti. A pesar de ser lo
que podrías describir como una mujer chic víctima del hambre, hizo dieta cada
día de su vida hasta que murió a los 79 años. Solía ponerse maquillaje para
salir al buzón, por miedo de que alguien pudiese ver su cara desnuda.
Recuerdo su “compasiva” respuesta cuando anunciaste que Papá
te había dejado por otra mujer. Su primer comentario fue: “No entiendo por qué
habría de dejarte. Te cuidas, llevas pintalabios. Tienes sobrepeso, pero no
mucho.”
Antes de que Papá se fuera, él tampoco te alivió por el
tormento de la apariencia de tu cuerpo.
“Dios, Jan”, escuché por casualidad que te decía. “No es tan
difícil. La energía que entra frente a la energía que sale. Si quieres perder
peso, simplemente tienes que comer menos”.
Esa noche en la cena observé cómo ponías en práctica el
remedio para adelgazar “Energía dentro, Energía fuera: Dios, Jan, Simplemente
Come Menos” de Papá. Serviste tallarines chinos para cenar (¿recuerdas cómo en
los suburbios australianos de los años ochenta una mezcla de carne picada,
repollo y salsa de soja se consideraba la cumbre de la alta cocina?). La comida
de todo el mundo estaba en un plato grande excepto la tuya. Tú te serviste tus
tallarines chinos en un diminuto plato de postre.
Cuando te sentaste delante de esa patética cucharada de
carne picada, unas lágrimas silenciosas resbalaron por tu cara. No dije nada.
Ni siquiera cuando tus hombros comenzaron a agitarse de angustia. Todos nos
comimos la cena en silencio. Nadie te reconfortó. Nadie te dijo que te dejaras
de ridiculeces y que cogieras un plato en condiciones. Nadie te dijo que ya
eras querida y lo suficientemente buena. Tus logros y tu valía -como profesora
de niños con necesidades especiales y como dedicada madre de tres hijos-
palidecieron insignificantes comparados con los centímetros que no podías
perder de la cintura.
Me rompió el corazón presenciar tu desesperación y siento no
haber salido en tu defensa. Ya había aprendido que era tu culpa que fueras
gorda. Incluso había oído a Papá describir el perder peso como un proceso
“simple” – pero al que tú no te podías enfrentar. La lección: no te merecías la comida y
ciertamente no te merecías ninguna compasión.
Pero estaba equivocada, Mamá. Ahora entiendo lo que es
crecer en una sociedad que le dice a las mujeres que su belleza es lo más
importante y que al mismo tiempo define un estándar de belleza que está completamente fuera de nuestro alcance.
También conozco el dolor de interiorizar estos mensajes. Nos hemos convertido
en nuestras propias carceleras y nos infligimos nuestros propios castigos por
fracasar dando la talla. Nadie es tan cruel con nosotras como nosotras mismas.
Pero esta locura tiene que terminar, Mamá. Termina para ti,
termina para mí y termina ahora. Nos merecemos algo mejor –mejor que arruinar
nuestros días con malos pensamientos sobre nuestro cuerpo, deseando ser de otra
manera.
Y ya no es sólo sobre ti y sobre mí. Es también sobre
Violet. Tu nieta sólo tiene tres años y no quiero que el odio hacia su cuerpo
eche raíces dentro de ella y estrangule su felicidad, su confianza y su
potencial. No quiero que Violet crea que su belleza es su valor más importante;
que definirá su mérito en el mundo.
Cuando Violet nos mira, aprende cómo ser
una mujer y necesitamos ser los mejores modelos que podamos. Necesitamos
enseñarle con nuestras palabras y nuestras acciones que las mujeres son lo
bastante buenas tal y como son. Y para que nos crea, nos lo tenemos que creer
nosotras.
Cuanto más mayores nos hacemos, más personas queridas perdemos
por accidentes o enfermedades. Su fallecimiento siempre es trágico y demasiado
temprano. A veces pienso en lo que esos amigos –y la gente que les quiere-
darían por tener más tiempo en un cuerpo sano. Un cuerpo que les permitiera
vivir un poco más. El tamaño de los muslos de ese cuerpo o las arrugas en su
cara no importarían. Estaría vivo y, por lo tanto, sería perfecto.
Tu cuerpo es perfecto también. Te permite desarmar a una
habitación entera con tu sonrisa y contagiar a cualquiera con tus carcajadas.
Te da brazos para arropar a Violet y estrujarla hasta que se ríe. Cada momento
que pasamos preocupándonos por nuestros “defectos” físicos es un momento
desperdiciado, un preciado pedazo de vida que nunca volverá.
Permitámonos honrar y respetar nuestros cuerpos por lo que
hacen en lugar de despreciarlos por su apariencia. Centrémonos en llevar una
vida activa y saludable, dejemos a nuestro peso caer hasta donde deba, y
enterremos nuestro odio al cuerpo en el pasado, adonde pertenece. Cuando miraba
aquella foto tuya con el bañador blanco un montón de años atrás, mis inocentes
ojos jóvenes veían la verdad. Veían amor incondicional, belleza y sabiduría.
Veía a mi Mamá.
Con amor,
Kasey.
Autora:
Kasey Edwards (@KaseyEdwards). Escritora y columnista.
Artículo originalmente publicado en: Essential mums
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